domingo, 18 de marzo de 2012

LA KABALA COMO YOGA DE OCCIDENTE



Este es el título del primer capítulo de la obra de Mario Satz, llamada "El Dador Alegre" (Ensayos de Kábala), el que a continuación transcribo en su totalidad. Es muy probable que pueda parecer un tanto complejo, pero si lo leen varias veces comenzarán a encontrar el sentido de las ideas vertidas aquí, y podrán considerar que el estudio de la Kábala, si bien es cierto para muchos es desalentador por lo "complejo" que puede ser, no lo es tanto en realidad.


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En la historia del pensamiento occidental hay tres momentos singulares de entusiasmo por lo secreto que coinciden entre sí gracias al descubrimiento de lo que podría llamar —con Evola—, la tradición hermética, lo esotérico u oculto: Alejandría en el siglo I, Florencia en el siglo XVI y Jena en el siglo XVIII. En ellos, tres grandes pensadores —Filón de Alejandria, Pico della Mirándola y Novalis— encarnan, en su interés por el pensamiento alegórico y, sobre todo, mistérico, los procesos de interiorización por medio de los cuales el hombre aprende a acrecentar su conciencia y así descubrir su filiación cósmica. El primero fue un judío egipcio tan interesado en la Biblia como en Platón; el segundo, amigo y discípulo de Ficino, fue un iniciado en los secretos de la Kabala y su primer defensor cristiano en Italia, y el tercero, el alemán, es un acabado modelo de pensar teosófico en el que se mezclan las interpretaciones místicas de las Escrituras como la filosofía natural procedente de Bohme, que proviene, a su vez, de la Kabala.
Tales lugares y tales personajes, aparentemente separados en el espacio y el tiempo, están, sin embargo, unidos V por una especie de corriente continua del saber que, a partir de los escoliastas y gnósticos alejandrinos —cuya herencia sube a Occidente tras la caída de Constantinopla— impregna los ángulos íntimos no acaparados por la razón ni fijados para siempre por la geometría renacentista. Llamo  ángulos íntimos a las preocupaciones que, reflejadas en la  Prisca Theologia[1] o filosofía hermética, animaron a un Giordano Bruno o, inclusive, a un Marsilio Ficino preocupado como los kabalistas hebreos antes que él por una orkdumá o «luz preexistente». De esa luz, o a esa luz interior se refiere el saber de la Kábala.
Kábala o Kabalá significa a la vez que «Tradición», «Trasmisión» y trasmisión sobre todo oral. ¿De qué? Principalmente de un conocimiento sutil que permite unir lo separado, ligar lo distante a lo cercano y contrarrestar los efectos del tiempo (gran problema gnóstico) con atisbos de eternidad. Partiendo de una idea central, que postula la existencia de un saber adámico, anterior a la caída en la dualidad, la Kábala cree que el estudio y sobre todo la meditación en lo que llama el Árbol de la Vida, el estudiante o discípulo puede alcanzar una suerte de regressus ad paradisum apelando para ello a las letras y los números que consignan la historia misma del desgarrón original. Si bien existe un relato —un mito— cuya convexidad tiende a la dispersión y la multiplicidad, hay, más allá de lo aparente en ese relato, una concavidad en la que se alojan los poderes de concentración y unidad, un indivisible punto de partida. El texto genésico sería así una herida, pero también una cicatriz, pero también un enigma a resolver, un sello a abrir. En suma: un tesoro a desenterrar. Empleo la palabra «desenterrar» por más de una razón.
Los filólogos dedicados al estudio del indoeuropeo, esa extraña protolengua de la que poco y nada sabemos, deducen que la raíz yug, presente tanto en yugo como en Yoga, significa «unir», «ligar», pero también «uncir». Así, por el ejemplo, el Hatha Yoga sería entonces un método psicosomático para unir, en el laboratorio de nuestro propio cuerpo físico, las energías del sol y de la luna (ha/sol, tha/luna). Para ello, el yoguin o discípulo que sigue este método u otro que le sea afín, como el Raja o Jnana Yoga, se prepara durante meses y años meditando sobre las «ruedas» o «lotos» de energía que procede a enumerar y visualizar en los distintos segmentos de su columna vertebral. Paralelamente, entrena su respiración en el arte del pranayama, ensaya posturas o asanas que facilitan y provocan visiones y percepciones especiales. Esos chakras o «lotos de energía» son nódulos o filtros de diverso color y número de radios o pétalos, y se autogeneran en el cuerpo del sujeto con el fin de iluminarlo por completo.


En el Yoga tántrico, tal técnica suele ir acompañada de meditaciones sobre los mantras, sílabas o palabras de poder que en su oscilación vibratoria van ascendiendo poco a poco hasta alcanzar el chakra superior o sahasrara, llamado comúnmente el «loto craneano». Es allí, dicen los entendidos, en donde con exquisita blancura se abre la flor del lenguaje sagrado y se perfilan los cincuenta signos del alfabeto sánscrito. De manera semejante, el kabalista medita sobre los 32 senderos de la sabiduría que constituyen el Árbol de la Vida, compuesto por veintidós letras hebreas y diez números, la década pitagórica. En cierto modo, al igual que el discípulo del Yoga, el kabalista considera que su propio cuerpo es ese Árbol de la Vida, de ahí que los grandes textos de la Kábala —el Yetzirá, el Bahir y el Zohar— enfaticen el valor del lenguaje, de sus letras, puntos y acentos, en relación con las distintas partes del organismo humano.
Dado que el descenso de la energía o fuerza cósmica se produce, a lo largo del Árbol de la Vida, en forma de zigzagueante relámpago, convirtiéndose en un adepto de esa luz tan fulgurante como inasible, evasiva y peligrosa, el kabalista intentará volver a la fuente, ascender de la tierra al cielo en pos del «principio», del bereshit con que la Biblia abre la creación del mundo. Se conoce la existencia de un viejo texto gnóstico que lleva el extraño nombre de Truena, mente perfecta[2]. A qué experiencia aludiría, o dentro de qué sistema gnóstico se encuadraría ese consejo, no lo podemos decir con precisión. En terminología gnóstica se denominaba apolytrosis o «liberación» al pasaje de la ignorancia a la sabiduría, y es muy posible que ese tránsito fuera tan súbito como la duración de un relámpago. Experiencias semejantes se registran en el Kena Upanishad[3] donde leemos: «Esta es la señal en lo que a Brahman concierne; es comparable a un relámpago o a un parpadeo (4-4)».
Curiosamente, «tronar» se dice, en hebreo, raam, (רעם), palabra que, leída al revés y variados sus puntos discríticos, se lee meer, (מער), que quiere decir «desnudez», «lugar vacío». También es posible, variando la raíz, obtener arom, (ערם), «descubierto» o «revelado». Si, además, partimos la palabra en dos y volvemos a leer, hallamos la radícula er, (ער ), «despierto», «vigilante», «atento», y también ree, (רע), «semejante», «prójimo». Por su parte, (רם), la palabra ram, inscrita en «tronar», significa «alzar», «elevar». Paralelamente a todas estas operaciones de meditación activa, el kabalista buscará el valor guemátrico o numérico de tronar —reish=200+ain=70+mem= 40 =310—, cifra convertible, a su vez, en la palabra iesh, (יש), que significa «realidad suprema», «existencia». Trabajo a partir del cual le será posible «constelar» todas esas palabras-estrellas en un pattern o figura significativa. En suma: oído el trueno interior, se produce un vacío luminoso que despierta al sujeto, le abre los ojos ―como Adán y Eva en el Paraíso― al semejante, a la identidad. Entonces comprende, y al comprender se eleva, pierde peso, sube letra a letra y vértebra a vértebra hacia sí mismo.
Pero, para el kabalista, el conocimiento que le proporciona el Árbol del Bien y del Mal, o Sea el de la dualidad irreversible y complementaria (como el blanquinegro Tai-Chi o Punto Supremo de los chinos) debe conducirlo al hallazgo de una sabiduría reversible que se inicia en las palabras, sigue con los números, se explaya en permutaciones, aliteraciones y juegos homófonos en el tablero de los versículos bíblicos; y cuando la dualidad se disuelve, el yo se evapora, y en el interior del discípulo se actualiza el proceso viviente de la creación, ocurre que, así como la actividad permutatoria de los cromosomas no cesa de informarnos mientras vivimos, así también ese lenguaje sagrado puede crecer y recrear en nosotros el origen del mundo, informándonos acerca de sus secretos.
La trama de los genes teje nuestro cuerpo; la de las palabras, nuestra mente. Tanto una urdimbre como la otra son provisorias, relativas. Pero el poder absoluto que las articula es la luz. El kabalista se convierte primero en tejedor y luego cardador de su propia lana, o pintor de su propia seda, como parece haberlo hecho Yehuda Haleví, el poeta y filósofo judeoespañol del siglo XI en sus sabios comentarios al Yetzírá o Libro de la formación. Hallâdj el Sufi fue tejedor, y el padre de San Juan de la Cruz, que tal vez enseñó a su hijo a «romper la tela», también. Lo proteiforme de los hábitos, lo variado de las vestiduras, conforman una parábola a descifrar. En el Zohar (I, pp. 118, versión castellana de L. Dujovne), leemos el siguiente pasaje:
«Y los ojos de ambos se abrieron. Rabi Jiyá dicen que los ojos de ellos —Adán y Eva— se abrieron al mal del mundo que hasta entonces no habían conocido. Entonces supieron que estaban desnudos, porque habían perdido el viso celestial que antes los envolvía, y del que estaban privados ahora. Y ellos cosieron hojas de higuera significa que procuraron cubrirse con las ilusorias imágenes del árbol del que habían comido, las   llamadas “hojas del árbol". E hicieron para sí cinturones. Rabí José dijo: “Cuando obtuvieron conocimiento de este mundo y se ligaron a él, observaron que estaba gobernado por esas hojas del árbol. Por eso buscaron en ellas un sostén en este mundo, y llegaron a conocer toda suerte de artes mágicas, para guarecerse con implementos de esas hojas del árbol, con fines de autoprotección”. Rabí Judá dijo: “De esta manera tres fueron llevados a juicio y se los encontró culpables, y el mundo terrenal fue maldecido y despojado de su   estado por causa de la transgresión de la serpiente, hasta que Israel estuvo ante el Monte Sinaí. Luego Dios vistió a Adán y Eva con vestiduras suaves a la piel, tal y como está escrito: El les hizo abrigos de piel (ôr); primero habían tenido abrigos de luz (or) que les   procuró el servicio del Altísimo, puesto que, incluso los ángeles venían a iluminarse con esa irradiación". Las Escrituras lo dicen en el Salmo 8:6: “Pues lo hiciste un poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y honor”. Ahora, después de su transgresión, sólo tienen abrigos de piel (ôr) buenos para el cuerpo pero no para el alma»[4].
Puesto que la «apertura de los ojos» determina también el conocimiento de la dualidad, la luz que inscribe el dimorfismo sexual es al mismo tiempo la que une los sexos. Mircea Eliade completa, en su libro Metístófeles y el Andrógino, con el capítulo dedicado a las experiencias de luz mística en el Tíbet, el pasaje ya citado del Zohar hebreo. Dice Eliade:
«En un comienzo (reza una leyenda tibetana) los hombres eran asexuados y sin deseos físicos. Poseían la luz y la irradiaban. El sol y la luna no existían. Cuando el instinto sexual se despertó, los órganos genitales hicieron su aparición, pero entonces la luz se extinguió en el ser humano y el Sol y la luna aparecieron en el cielo. Un monje tibetano dio al P. Mathias Hermanns estas explicaciones suplementarias: al comienzo los hombres se multiplicaban del siguiente modo: la luz que emanaba del cuerpo del varón penetraba, iluminando y fecundando, la matriz de la mujer. El instinto sexual se satisfacía únicamente por la vista. Pero los hombres degeneraron y comenzaron a tocarse con las manos y, finalmente, descubrieron la unión sexual.»
Exactamente como para el texto místico hebreo, para esta creencia tibetana la luz y la sexualidad son principios antagónicos. «Si la aparición de la sexualidad —comenta Eliade— fuerza a la luz a desaparecer, ésta última no puede encontrarse escondida más que en la esencia misma de la sexualidad, la simiente.» Sabiéndolo, el kabalista partirá de la novena sefirá en el Árbol de la Vida, llamada yesod, Fundamento, para realizar su trabajo, en tanto que el yoguín se esforzará en conquistar a esa «serpiente» enroscada en el muladhara o loto situado en la base de la columna vertebral. Si no recuerdo mal, hubo un grupo gnóstico llamado los naasenos, que derivaron su nombre de la palabra hebrea najash, «serpiente», y otro llamado los ofitas, que procede del griego ofis, que también quiere decir «serpiente». Para ambos, Najash, entidad relacionada con el Árbol del Bien y del Mal, es la fuerza oscura y divisoria que está contrarrestada por Barúj, un ángel de la luz que rige el Árbol de la Vida e instruye, en su momento, a Jesús. Es también ese personaje quien permite que el gnóstico o «conocedor» se acerque al árbol en su búsqueda interior. En la Carta de Pedro a Felipe, documento gnóstico hallado en Nag Hammadi, leemos que después de la muerte de Jesús los discípulos estaban rezando en el Monte de los Olivos cuando «apareció una gran luz, de manera que la montaña brilló a la vista del que había aparecido. Y una voz los llamó diciendo: ‘Escuchad, Yo soy Jesucristo, que está con vosotros para siempre’». Luego, cuando los discípulos se preguntaron cosas sobre los secretos del universo, una «voz surgió de la luz para responderles»[5]. La voz que es luz, y la luz que es voz, alude a una vieja idea kabalística que procede del Génesis 1:3, en donde el sintagma ve-yomer, «Y dijo (Dios)», puede también leerse como mi·or, «de la luz». Esa hierofanía fosforescente, a su vez, volverá a resurgir con la Transfiguración de Marcos 9:2, cuando las ropas del maestro se vuelvan resplandecientes, «muy blancas», y la iluminación interior en la cúspide del monte elevado traspase la carne y permee las vestiduras con el brillo de la energía eterna. En ese momento, nos atreveríamos a decir —y puesto que el Maestro se halla junto a Elías y Moisés, participando de la cadena iniciática cuyo origen está en el Sinaí— Jesús vuelve de la piel a la luz, de ôr a or.
Así como todas las escuelas filosóficas de la India tienen un sustrato común detectable en el Yoga, en sus métodos de trabajo espiritual y en Su fisiología mística, de igual modo las diferentes ramas de la tradición judeocristiana Se apoyan en una única herencia escrita: la Biblia, con sus comentarios rabínicos y patrísticos, sus escolásticos y sus místicos. Ese corpus visibílis se halla, a su vez, cifrado por un anima secreta que denominamos Kábala o tradición oral y que, para los hebreos, se remonta a Abraham primero y luego a Moisés, constituyendo, como ya insinuamos, un saber esencialmente oral, gnóstico, es decir, secreto. Puesto que sus orígenes más o menos registrados por escrito se sitúan en la Alejandría helenística, es obvio que la Kábala tiene que haber cruzado su camino antes o después con las corrientes gnósticas, fueran éstas cristianas o no.
«Jnana y gnosis tienen la misma raíz —escribe García Bazán—[6] jna-gho. Y esta correspondencia va más allá de la pura etimología.» De ambas voces procede, sin duda, nuestro cognoscere latino. Aventuro un esquema que esboza la evolución del indoeuropeo hasta llegar al hebreo, con el fin de detectar un posible corrimiento semántico y a la vez fonético:
Si tal suposición es cierta —y debido al contacto entre los griegos cosmopolitas y los judíos helenizados en el abonado suelo egipcio— las palabras gnosis y ganuz —«conocimiento» y «oculto»—, respectivamente, se superpusieron una a otra y comenzaron a referirse a cierto estado de conciencia adámico, anterior a la caída en la dualidad, anterior a la expulsión paradisíaca, Cuando dos ―eran― uno y no sentían «vergüenza». Un texto gnóstico, titulado la Gran Anunciación[7], alude a un poder que existe en cada ser humano, y que surge:
«generándose a sí mismo, haciéndose crecer, buscándose, encontrándose, siendo madre de sí mismo, padre de sí mismo, hermana de sí mismo, cónyuge de sí mismo, hija de Sí mismo, hijo de sí mismo: madre, padre, unidad, siendo fuente de todo el círculo de la existencia».
¿Y en qué otro lugar, sino en el «huerto», en el Gran Edén, se produjo ese estado indiviso? Ah, Sí, de creer en la biología, en el instante en que el zigoto (obsérvese la raíz zig y su parecido con el hebreo zug, «par», «pareja») es todavía diploide, es decir, posee un doble juego de cromosomas. Desafortunadamente, producido el nacimiento, la posterior «expulsión» o «separación» es inevitable. Tal vez por esa causa, imaginamos, surge la búsqueda de la sabiduría como compensación por la «recaída» de lo diploide en haploide. Una y otra vez.
La Kábala, que, como la biología, también pulsa sus números, nos permite volver a considerar el tema, ahora que sabemos que la «reducción» cromosómica puede, en cierto modo, ser sentida como una «parcialización» de la luz primogenia. Al releer la parábola del Zohar a propósito de la diferencia entre el cuerpo de or, «luz», y el cuerpo de ôr, «piel», notamos que la primera palabra hebrea totaliza la cifra 207 (alef=1+vav=6+reish=200), en tanto que la segunda 276 (aín=70+vav=6+reish=200), por lo cual, al restar luz de la piel obtenemos la guematría 69. ¡Asombrosa diferencia numérica cuya referencia sexual alude ―en la mujer— a un enfrentamiento con su origen paterno, y ―en el hombre― a una intensa mirada dentro de su origen materno!
Pero también alude, esa cifra, a la comprensión de que la relación masculino/ femenina es catóptrica o especular tal y como vieron Lucrecio en su Rerum Natura y Artemidoro en su interpretación de los sueños. Heredero de ambos, C. G. Jung anotó, en sus Siete Sermones a los Muertos, texto de inspiración gnóstica, que: «La sexualidad del hombre es terrestre y su espiritualidad celeste. (En tanto que) la sexualidad de la mujer es celeste, y su espiritualidad, terrestre.» De aquí en más se entiende, entonces, por qué la Sofía de los Sabios es siempre femenina. La cifra 69, es decir, la diferencia numérica entre la luz y la piel, emplaza un misterioso espejo entre sus dos números. Que los gnósticos cristianos como San Pablo sentían perplejidad ante ese objeto, nos lo recuerda el siguiente pasaje de 2 Corintios 3:18: «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo de gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor». Entonces, liberarse de la dura dualidad impuesta por el dimorfismo sexual tanto como por la frontera de la piel, ¿implicaba un pasar del otro lado del espejo, como Alicia en su País de Maravillas? Existe otro pasaje, previo al anterior, que también alude al espejo. En 1 Corintios 12 se dice que: «Ahora vemos por espejo, en oscuridad, mas entonces veremos cara a cara: ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido».
Lo que San Pablo llama «oscuridad» la Kábala zohárica denomina el «lado oscuro» del universo, atreviéndose, incluso, a leer en el sintagma ve-ra del Génesis 2:10 —que significa «y Mal» y alude al Árbol de la Dualidad­— la palabra ôr, «piel». En suma, que el mal está en la piel, o sea, en los límites mismos del cuerpo. Por tanto, si el gnóstico o kabalista desea salir de esa oscuridad, «conocer como es conocido», trascender su cuerpo, deberá, ante todo, comprender el misterio de inversión retiniana en el proceso mismo de su percepción visual de la realidad. Al observar un corte y proyección de las fibras nerviosas que van desde la retina hasta la corteza visual, se percibe que las fibras que salen del lado izquierdo de ambas retinas (correspondientes al lado derecho del campo visual) se proyectan hacia el hemisferio cerebral izquierdo, y que las que salen del lado derecho de ambas retinas (correspondientes al lado izquierdo del campo visual) se proyectan hacia el hemisferio derecho, el gnóstico comprenderá por sí mismo que aquello que es imposible fuera es posible dentro. Que lo que es masculino por fuera es femenino por dentro. Que lo que aparece separado en el espacio exterior, está unido en el espacio interior.
Supongamos que el extremo opaco, carnal de luz es el ojo. En términos kabalísticos podríamos decir que la «energía» luminosa de la ain (ע), sólo se hace perceptible cuando existe un «ojo», alef (א), que la ve. Pero la dirección normal de la percepción debe invertirse —sostienen los iniciados— si acaso queremos entender lo ilimitado, el Ain Sof que alumbra todo el Árbol de la Vida. A ese árbol, los kabalistas suelen identificarlo con el eje central del diagrama sefirótico. Así, por ejemplo, en el Bahir (XCVIII), se dice:
«Así como la palmera está rodeada de ramas y en su   centro está el lulab, así ha hecho Israel con el cuerpo de ese árbol que es su corazón. La palmera simboliza la columna vertebral del hombre, su pilar esencial. Siendo así que la palabra lulab (palmón) contiene las letras lámed-bet más un prefijo que denota un pronombre posesivo de tercera persona, lo (se infiere) que al Creador hay que ofrecerle el corazón, lo leb... Y ¿qué significan las consonantes lámed-bet?... Aluden a  los 32 senderos de la Sabiduría, delicadamente ocultos, que confluyen hacia el corazón y cada uno de los cuales está regido por una forma especial, de las cuales se dice en el Génesis 3:24: "para guardar el camino del Árbol de la Vida".»

El nombre científico de la palmera (Phoenix dactylífera) agrega, al citado pasaje, aún más importancia, si consideramos que desde antiguo el Fénix se ha relacionado con la supervivencia y la vida eterna, y por alguna extraña razón se habla de «palmas de Resurrección» en las ceremonias cristianas. El Árbol del Bien y del Mal es, entonces, el árbol de la separación, de la vergüenza, del dimorfismo, de las polaridades; en tanto que el Árbol de la Vida es el árbol del centro, el axis mundi.
«De acuerdo con los yoguis —escribió Vivekananda— existen tres corrientes nerviosas principales, y todas ellas están en relación con la columna vertebral. Ida y pingala, la derecha y la izquierda, son manojos de nervios, en tanto que la central, llamada sushumna, es hueca. En efecto, sushumna está cerrada y carece de uso en el hombre corriente, ya que éste trabaja con ida y pingala solamente. A través de estos nervios continuamente suben y bajan corrientes, llevando órdenes a todo el cuerpo por mediación de otros nervios que van a los distintos órganos... Por ello, primero, hay que trabajar correctamente con ida y píngala, que son las corrientes ordinarias que existen, para pasar luego a controlar la acción subconsciente que nos permite ir más allá de la superficie de la conciencia. Después de largas prácticas de concentración en sí mismo, el yogui alcanza la verdad. El sushumna se abre y una corriente de energía que nunca había entrado por ese pasaje se introducirá en él y ascenderá gradualmente hasta llegar —atravesando los chakras o lotos de energía—, al centro mismo del cerebro. Allí, entonces, el yogui se vuelve consciente del que verdaderamente es: Dios.» Según el mismo Vivekananda, que citaba a su maestro Ramakrishna, «los así llamados lotos o chakras sobre los que el discípulo medita, no existen realmente en cuerpo físico, sino que se crean dentro de nosotros mediante los poderes del Yoga».
De modo parecido, el Árbol Sefirótico con sus 32 senderos de sabiduría constituye apenas una hipótesis de trabajo para el kabalista. Una sutil tabla de ejercicios cuyo único fin es espiritualizar la materia, volver cósmico un estado de caos. Si dijéramos que, con el tiempo, la ley entrópica cede ante el poder disuasorio del neguentropismo desarrollado por el discípulo, no estaríamos del todo errados. El cambio de perspectiva de lo geotrópico a lo heliotrópico, de lo gravitatorio a lo levitatorio, supone un paulatino «desprendimiento» de las condiciones ambientales, una fuga a través del enrejado histórico y biográfico que consolida la personalidad. Pero una fuga bien temperada. Porque, si la personalidad común, que tarda unos treinta años en formarse, nos separa de los demás en un proceso de cristalización egótica, el Yoga o la Kábala nos permiten, elevando ese cristal, descubrir la verdadera transparencia: la luz que nos reúne.
Los kabalistas emplean, para ejemplificar la acción de «unir» la palabra hebrea ziveg, (זוג), y no es casual que sus tres letras aparezcan también en la voz ganuz, (גנוז), el «conocimiento de lo oculto», al que ya nos referimos. Pero, si hay una palabra que denota mejor aún el arte o la ciencia permutatoria que emplea la Kábala, esa palabra es Pardés,(פרךס), «Paraíso» o «Jardín». Se trata, evidentemente, de un lugar fuera del espacio y el tiempo al que se accede a través de la cuádruple llave de la exégesis bíblica. En ese locus misterioso existe, para los atrevidos y audaces aventureros del espíritu, un praz, (פרס), «premio» o «recompensa»: la reintegración. Una alegre desnudez sin vergüenza. La paz de un cuerpo que, unificado, vuelve a poseer lo que nunca había perdido.
En su hermosa antología de Cuentos Jasídicos[8], Martín Buber narra la siguiente anécdota atribuida a un antepasado de mi madre, Rabí Mosché Tetelbaum:
«Entre las notas de Rabí Mosché Tetelbaum sobre los sueños, hay una que dice: “Estuve en el Paraíso de los tanaím (maestros del siglo II)”. Pero también se conserva una hoja en la que se leen estas palabras: “Los ángeles te sumergirán y no sufrirás daño”. En uno de sus sueños, Rabí Mosché se detuvo junto a una montaña y quiso entrar en el Paraíso de los tanaím. Pero primero le dijeron que debía sumergirse en el pozo de Miriam. En ese instante miró hacia las hondas aguas y se estremeció. En seguida unos ángeles lo asieron y lo sumergieron en las profundidades, devolviéndolo a la superficie al cabo de un rato. Y entonces penetró en el Paraíso de los tanaim. Allí contempló a uno de los maestros que estaba sentado, con un gorro de piel en la cabeza, estudiando el tratado talmúdico llamado La Primera Puerta. Al parecer, el camino se detenía en ese punto. Mosché estaba sorprendido: “Esto no puede ser el Paraíso”, gritó. “Escucha, criatura”, le dijeron los ángeles, “pareces creer que los tanaim están en el Paraíso, pero no es así: el Paraíso está en los tanaim”.»
MS


[1] Frances Yates: Giordano Bruno y la Tradición Hermética, Ariel, Barcelona, 1983. 
[2] E. Pagels: Los Evangelios Gnósticos, Grijalbo, Barcelona, l982. 
[3] S. Nytyabodhananda: Actualidad de los Upanishads, Kairós, Barcelona, 1987. 
[4] El Zohar, versión de L. Dujovne, Editorial Sigal, Buenos Aires, 1977.
[5] Gnosis: Francisco García Bazán, Editorial Castañeda, Buenos Aires, I978.
[6] G. Bazán: La Gnosis (Bs. As. 1980)
[7] E. Pagels, Op. cit.
[8] Martin Buber: Cuentos Jarídícos, Paidós, Barcelona, 1983.

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