miércoles, 21 de agosto de 2013

El POETA (El despertar del Maestro Espiritual)

A continuación un breve cuento de Hermann Hesse (1877-1962), escritor, poeta, novelista y pintor alemán. Recibió el premio nobel de literatura en 1946. Y sus escritos nos revelan sus estudios al interior de Ordenes iniciáticas y esotéricas, ya que muchas veces en ellos se encuentran testimonios que sólo un un buscador en el Sendero Espiritual podría referir.

Este cuento llamado "El poeta", señala la forma en que el buscador, se transforma en estudiante, y finalmente, el paso natural, en Maestro. En una breves y muy hermosas palabras se da a entender una vivencia muy profunda y única, que al parecer sólo el que la ha vivido puede comprenderla a cabalidad.

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Cuentan que el poeta chino Han Fook estaba en su juventud animado de un prodigioso afán de aprender todo lo concerniente al arte poética y de alcanzar en ella una perfección superlativa. A la sazón —aún vivía en su tierra junto al río Amarillo— estaba prometido —por deseo propio y con el apoyo de sus padres, que le amaban tiernamente―con una joven de buena familia, y pronto se iba a señalar un día de buen agüero para fecha de las bodas. Por entonces, Han Fook tenía unos veinte años y era un mozo galán, modesto y de excelentes modales, instruido en las ciencias, y, a pesar de sus pocos años, conocido ya entre los literatos de su país a través de varios poemas sobresalientes. Sin ser precisamente rico, tenía en perspectiva holgados medios de fortuna, que aumentarían además con la dote de su prometida; y como esta era por añadidura muy bella y virtuosa, parecía no faltar absolutamente nada para la felicidad del joven. Sin embargo, no se sentía del todo contento, pues su corazón estaba poseído de una ambición: llegar a ser un poeta perfecto.

Sucedió una vez que, al caer la noche, mientras se celebraba en el río la fiesta de los faroles, Han Fook se quedó paseando solo allende las aguas. Se apoyó en el tronco de un árbol, que desde la orilla se inclinaba hacia la corriente y vio flotar y temblar mil luces en el espejo del rio; vio en las barcas y almadías a hombres, mujeres y muchachas que se cumplimentaban mutuamente y relucían con sus trajes de fiesta como hermosas flores; escuchó el débil murmullo del agua iluminada, las rapsodias de las cantoras, la vibración de las cítaras, los dulces sones de los flautistas, y encima de todo, vio la noche azulada señoreando los espacios, como la bóveda de en templo. Latíale con fuerza el corazón al joven, mientras —como espectador solitario, obediente a la disposición de su ánimo— contemplaba toda aquella hermosura. Pues aunque mucho le atraía el cruzarlas aguas, asistir a la fiesta y disfrutar de ella en compañía de su novia y de sus amigos, anhelaba más captarlo todo en calidad de sutil observador y reflejarlo en una poesía perfectísima todo: el nocturno azul, el rielar de las luces en la corriente y también el contento de los invitados y las ansias del mudo testigo que se respaldaba en el tronco de un árbol de la orilla. Y entonces cobró conciencia de que, en adelante, aunque su corazón buscase el completo bienestar y la serenidad absoluta en los placeres y fiestas terrenales, jamás los hallaría; de que, además, seguiría siendo un solitario en medio de la vida y, en cierto modo, un mero espectador y un advenedizo. Se dio a sentir que su alma era de tal condición señera aun en medio de muchas otras almas, y que tan necesario le era a él mismo entrar en la belleza del terruño como experimentar la secreta nostalgia del forastero.

Meditando de esta manera concluyó por entristecerse; la meta de sus cavilaciones fue que una verdadera dicha y honda hartura sólo podrían caberle en suerte algún día si lograba reflejar muy especiosamente el mundo en sus versos, de tal guisa que acabara por poseer el mundo mismo acendrado y perpetuado a través de aquellas imágenes reflejas. 

Apenas sabía Han Fook si estaba despierto o adormilado, cuando percibió un leve ruido, y junto al tronco del árbol vio a un desconocido en pie: era un anciano con vestiduras de color morado y aspecto venerable. Enderezóse y le saludó con la reverencia debida a una persona distinguida y de provecta edad; el extranjero sonrió y recitó algunos versos en los que se contenía todo cuanto acababa de sentir el joven, expresado con tal fidelidad a las reglas de los grandes poetas y con tan gran hermosura y perfección, que al joven se le detuvo el corazón de asombro.

 
—¡Oh! ¿Quién eres —exclamó mientras se inclinaba con profunda cortesía—, que sabes leer en mi alma y dices versos más bellos que cuantos haya escuchado de todos mis maestros?

El desconocido sonrió nuevamente con la sonrisa del que sabe la última palabra, y dijo:

―Si quieres llegar a ser poeta, ven a mí. Hallarás mi cabaña junto al hontanar del gran río, en las montañas del Noroeste. Mi nombre es El Maestro de la Palabra perfecta. 

Dicho esto, el anciano se deslizó en la exigua sombra del árbol y desapareció con presteza. Han Fook, que buscó en vano y sin hallar el menor rastro de él, acabó por creer firmemente que todo había sido una ilusión debida al cansancio. Se apresuró a pasar a la otra orilla en la lancha y tomó parte en la fiesta; mas entre las conversaciones y el son de las flautas percibía sin interrupción la misteriosa voz del forastero. Parecíale al joven que su alma salía en pos de aquel a reunirse con él, aunque de hecho continuase sentado, ajeno de sí, con mirada soñadora, entre la alegre concurrencia que le embromaba por su arrobo. 

Pocos días después quiso el padre de Han Fook convocar a sus parientes y amigos para fijar la fecha de la boda. El novio se opuso a ello y le dijo:

—Perdóname si parezco faltar a la sumisión que un hijo debe a su padre. Pero sabes cuánto deseo superarme en el arte de trovar, y aunque algunos de mis amigos alaban mis poemas, bien sé que aún soy un principiante y que estoy en los primeros pasos de mi camino. Por ello te ruego que me dejes seguir en soltería algún tiempo más y dedicado a mis estudios, pues me parece que si he de gobernar casa y esposa, esto me apartaría de aquellas otras cosas. En rigor soy joven todavía y sin mayores obligaciones; quisiera vivir exclusivamente para mis poemas durante una temporada, pues de ellos espero obtener alegría y gloria.

Estas palabras dejaron estupefacto al padre, que dijo:

—Ese arte debe serte querido sobre toda manera, cuando por su causa quieres aplazar hasta tus bodas. O es que ha ocurrido algo entre tu novia y tú; si es así, dímelo, que yo puedo ayudarte a que os reconciliéis... o a procurarte otra prometida.

Pero el hijo juró que no quería a su novia menos que ayer y que siempre, ni les separaba sombra alguna de incidente o discordia. Al mismo tiempo relató a su padre que el día de la fiesta de las linternas se le había manifestado en sueños un maestro y que deseaba con más ardor ser su discípulo que tener toda la felicidad del mundo. 

—Está bien —habló el padre—. Te concedo un año. Puedes dedicar este tiempo a tu ensueño, que tal vez te haya sido enviado por algún dios.

—Tal vez necesite dos años —repuso Han Fook titubeando—. ¿Quién puede saberlo?
Dejóle el padre partir y quedó contristado; el joven escribió a su novia una carta despidiéndose y se marchó. 

Tras muy largo peregrinar alcanzó las fuentes del río; halló una cabaña de bambú que se encontraba en grande soledad, y delante, sobre una estera hecha a mano, estaba sentado el anciano a quien había visto en la orilla junto al tronco del árbol. Tocaba el laúd, y cuando vio que el viajero se le acercaba con veneración, no se levantó ni le saludó, sino que solamente sonrió y dejó correr los sensibles dedos sobre las cuerdas; una música encantadora se expandió como una nube de plata por los ámbitos del valle y el joven permaneció en pie, extasiado y olvidado de todo lo demás en su dulce estupor, hasta que el Maestro de la Palabra perfecta dejó a un lado su pequeño laúd y entró en la cabaña. Allí le siguió Han Fook lleno de unción y se quedó a su lado como servidor y discípulo.

Al cabo de un mes había aprendido a desdeñar todas sus anteriores canciones y, en efecto, las borró de su memoria. Y también, meses después, hubo de borrar de la memoria las canciones que de sus mentores había aprendido en su patria. El Maestro apenas cruzaba la palabra con él; sin hablar, enseñóle el arte de tocar el laúd, hasta que la esencia del discípulo quedó toda saturada de música. Un día Han Fook hizo una breve poesía, en la que describía el vuelo de dos pájaros por el cielo otoñal y de la cual quedó satisfecho. No se atrevió a enseñársela al Maestro, pero la cantó una noche apartado de la cabaña, si bien el Maestro pudo escucharla. No le dijo ni una palabra a su discípulo; tan sólo tocó suavemente su laúd y al punto refrescó el aire y se aceleró el crepúsculo, Se levantó un viento cortante, a pesar de estar a mitad del verano, y por el cielo —que se había agrisado— pasaron dos garzas volando con poderosas ansias viajeras. Todo aquello era mucho más hermoso y perfecto que el poemita del joven, de suerte que éste se entristeció y se percató de su demérito. En cada nueva oportunidad el anciano obró análogamente, y un año después Han Fook sabía tocar el laúd casi a la perfección, pero el arte de hacer trovas lo veía cada vez más difícil y sublime. 

Transcurrieron dos años y el joven sintió una intensa nostalgia de los suyos, de su patria y de su prometida; pidió, pues, al Maestro que le dejase marchar.

El Maestro sonrió y movió la cabeza en señal de asenso.

―Eres libre —dijo―, y puedes ir a donde quieras. Puedes volver o quedarte en el camino, enteramente a tu gusto.

Emprendió el educando su viaje y estuvo caminando infatigablemente, hasta que una mañana, al amanecer, encontróse en la ribera del río de su tierra natal y más allá del arqueado puente divisó la ciudad de sus progenitores. Se deslizó furtivamente en el jardín de la casa paterna, y a través de la ventana del dormitorio del padre —que aún dormía—oyó su respiración. Se introdujo luego en el huerto de su prometida, y subiéndose a lo alto de un peral vio desde allí a su novia, que se estaba peinando en su alcoba. Y mientras sus ojos contemplaban todo, lo iba comparando con las imágenes que se forjara en su añoranza; se le hizo patente el remanecer de su destino de poeta y descubrió que en los sueños de los vates alientan una belleza ya una gracia que es inútil buscar en las cosas de la realidad. Bajó de árbol, huyó del jardín y cruzando el puente salió de la ciudad de sus padres y regresó al alto valle, en las montañas. Allí estaba sentado sobre su humilde estera ante la cabaña, como en otro tiempo, el viejo Maestro, y tañía con sus dedos el laúd; y en lugar de saludo pronunció dos versos relativos a las bienandanzas que traen consigo las bellas artes, versos cuya hondura y eufonía hicieron que al joven se le llenasen los ojos de lágrimas.

Permaneció, pues, Han Fook otra vez al lado del Maestro de la Palabra perfecta, quien entonces —puesto que aquél ya dominaba el laúd— le enseñó a tocar la cítara; y los meses volaban, como la nieve a merced del poniente. Por dos veces más ocurrió que la nostalgia vino a abrumarle. Una de ellas huyó el joven secretamente de noche; pero antes de que hubiera alcanzado el último recodo del valle, un viento nocturno sopló en la cítara que había dejado colgada a la puerta de la choza, y las notas volaron a él y le movieron a retroceder, sin que pudiera resistirse. La otra vez soñó que plantaba un arbolillo en su jardín; estaba presente su mujer, y sus hijos regaban el árbol con vino y leche. Cuando despertó, brillaba la luna en su habitación; irguióse conturbado y vio cerca al Maestro, que dormía con un leve temblor en su cana barba; en aquel momento le invadió un odio amargo hacia aquel hombre que, a su entender, le había destrozado la vida y le había embaucado respecto a su porvenir. Sentía deseos de precipitarse sobre él y darle muerte, cuando el anciano abrió bruscamente los ojos y empezó en el acto a sonreír con una dulzura sutil y triste que desarmó al adepto.

—Recuerda, Han Fook —dijo el anciano en voz baja—, que eres libre de hacer lo que quieras. Puedes ir a tu país y plantar árboles; puedes odiarme y darme muerte; poco importa. 

—¡Ay, cómo podría odiarte! —-exclamó el poeta violentamente agitado—. Eso sería como pretender odiar al mismo cielo. 

Se quedó, aprendió a tocar la cítara y después la flauta y, por último, empezó a componer poemas bajo la dirección del Maestro; se ejercitó paso a paso en aquella disciplina esotérica, que parecía ser no más la expresión de lo simple y de lo llano; pero de tal manera dicho, que se siguiese una revolución en el alma del oyente como la del viento en el espejo de unas aguas dormidas. Describió el orto del sol cuando éste se demora en el borde de la montaña, el silencioso escurrirse de los peces cuando huyen como sombras por el agua o el mecerse del sauce al viento de primavera; y al oírle no se evocaba sólo el sol y el jugueteo de los peces o el murmurio del sauce, sino que en cada caso parecía como si, por un instante, el cielo y el mundo se concertasen en una música perfecta; y cada oyente se acordaba entonces, con placer o con dolor, de aquello que amaba o desamaba: el niño, de sus juegos; el joven, de su amada; el viejo, de la muerte.

 
Han Fook no sabía ya cuánto duraba su permanencia al lado del Maestro, cerca de las fuentes del río grande; a menudo tenía la sensación de haber llegado por primera vez al valle la noche anterior, de haber sido recibido la víspera por los arpegios del anciano; otras muchas veces, en cambio, era como si todas las generaciones de la Humanidad y los siglos hubiesen ido caducando tras él hasta reducirse a vanidad.

Una mañana, al despertar en la cabaña, hallóse solo, y aunque buscó y llamó, el Maestro había desaparecido. Durante la noche, las muestras eran de que el otoño hubiese llegado de pronto; un viento desapacible zarandeó la vieja choza, y sobre la cresta de la montaña volaban grandes bandadas de aves emigrantes, aun cuando todavía no fuese tiempo para ello.

Tomó entonces Han Fook su pequeño laúd y bajó a las tierras de su patria; y allí donde se encontraba con gente, era saludado con la ceremonia debida a los ancianos y personas de calidad. Cuando llegó a su ciudad natal, su padre, su novia y sus parientes habían fallecido y otros seres humanos vivían en sus casas. Por la noche, una vez más, se celebraba junto al río la fiesta de los faroles, y el poeta Han Fook se quedó en la orilla opuesta, en medio de la oscuridad, recostado sobre el tronco de un añoso árbol. Comenzó a tocar su pequeño laúd; las mujeres suspiraban y embelesadas miraban con ansiedad hacia negrura; los jóvenes llamaban al músico, a quien no podían encontrar en ninguna parte, y en voz alta protestaban de no haber escuchado jamás otra música de laúd parecida. Han Fook sonreía contemplando el río, donde flotaba el reflejo de mil lámparas, y así como no acertaba ya a distinguir el reflejo de la realidad, así tampoco pudo hallar en su alma diferencia entre esta fiesta y aquella otra a la que asistiera en sus mocedades, y durante la cual le avino escuchar las palabras del extraño Maestro.

Hermann Hesse

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