martes, 5 de septiembre de 2017

EL PRIMER IMPULSO

Publico una adaptación de un cuento de Jules Lemaitre. Una narración corte, pero de una enseñanza profunda.
Que lo disfruten...

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         Hace muchos, muchos años, existió en Bagdad un acaudalado hombre llamado Benamar, quién era muy renombrado y apreciado por sus virtudes.
Este hombre singular, no sólo socorría a los pobres, sino que daba pruebas de extraordinaria paciencia al escuchar las quejas de los necesitados y fortalecerlos con palabras de consuelo. Sufría con resignación todos los contratiempos que constituyen la trama casi completa de la vida humana. Era en extremo tolerante y no se molestaba cuando alguien no era de su misma opinión.
En medio de sus múltiples ocupaciones se daba tiempo para escribir obras de teatro, las que habían sido representadas con bastante éxito. Sin embargo, estos triunfos no envanecían el corazón de Benamar. Al contrario, le complacían los éxitos de otros escritores a los que felicitaba de corazón.
Casado con una mujer de muy mal carácter, le perdonaba sus quejas, sus exigencias, su casi constante mal humor.
En pocas palabras, toda su vida no era más que caridad, dulzura, lealtad, desinterés, y en fin, por tantas perfecciones tenía fama de santo. Sin embargo, no poseía la serenidad que generalmente resplandece en el rostro de los santos. Parecía, por el contrario, que era víctima de violentas pasiones y ocultas angustias, y con frecuencia se le veía bajar la vista, ya para reconcentrar el pensamiento, ya para evitar que alguien pudiese leer en sus ojos. Pero nadie se fijaba en esos detalles.
Paralelamente, no lejos de Bagdad, vivía un asceta llamado Maitreya, que hacía muchos milagros y al cual solían visitar en peregrinación los devotos.
Ajeno a las condiciones de la vida humana, tenía tal inmovilidad que las golondrinas anidaban sobre sus hombros. La barba le llegaba hasta el vientre y su cuerpo parecía un añoso árbol. Y vivía así desde hacía noventa años, porque tal era su voluntad.
En una ocasión un peregrino le dijo:
- Benamar parece, por su bondad, una encarnación de Ormuz. Indudablemente, no habría sufrimientos en la tierra si ese hombre pudiese realizar todos sus deseos.
La inmovilidad de Maitreya se acentuó aún más, ya que el asceta se puso en comunicación con Ormuz.
A los pocos instantes dijo Maitreya al peregrino:
- No puedo obtener de Ormuz que Benamar tenga poder para realizar todos sus deseos, porque entonces sería el mismo Dios. Pero Ormuz permite y le concede el don de que “el primer deseo” concebido por ese hombre, en cada circunstancia de su vida, sea inmediatamente realizado.
- Para el caso es lo mismo - contestó el peregrino – El primer deseo de Benamar será igual a sus otros deseos, y nuestro santo será como siempre, caritativo y generoso.
- Venerable Maitreya, tus palabras son el anuncio de la felicidad para todo un pueblo y te doy las gracias por ello.
Si la barba de Maitreya no hubiera sido tan impenetrable, el peregrino habría podido sorprender un amago de sonrisa en el asceta.
El peregrino regreso a la población con el corazón henchido de felicidad pensando en las maravillas que iba a realizar Benamar.
Al día siguiente, al salir Benamar de su casa, se vio rodeado de infinidad de mendigos que con voces plañideras y tocándole las ropas lo importunaban. Ninguna palabra dura salió de labios de Benamar y como de costumbre abrió la bolsa para socorrerlos, pero inexplicable y sorpresivamente todos los mendigos cayeron muertos en presencia de su bienhechor, ante la consternación de este.
Luego Benamar se dirigió al teatro y allí tuvo una discusión con el escritor Carvilaka con motivo de un verso que este atribuía a Nisani y que el santo creía que era de Saadi, el poeta de las rosas. De pronto Carvilaka comenzó a hablar incongruencias y se alejó profiriendo expresiones y haciendo ademanes que evidenciaban su repentina locura.
La comedia que se representaba aquella tarde tuvo un gran éxito y fue acogida con frenéticos aplausos. Pero antes de que Benamar se decidiera a aplaudir, el autor de la obra cayó muerto repentinamente.
En su regreso a casa ocurrieron otros accidentes y muertes desconcertantes. Lleno de terror y congoja entró en su casa, donde lo esperaba su mujer, quien, como en muchas ocasiones lo lleno de improperios por su tardanza, pero inexplicablemente la mujer se dirigió a la ventana, arrojándose de cabeza por ella.
El corazón de Benamar no fue capaz de resistir tanta matanza incomprensible y esta dolorosa conmoción lo condujo a la muerte. Misteriosamente el asceta Maitreya murió también aquella noche. Así, los dos santos comparecieron simultáneamente a la presencia de Ormuz. El asceta pensaba: - No sentiré que traten como se merece a este impostor, cuya falsa virtud fue admirada durante tanto tiempo casi tanto como la mía, pero que al mostrarse tal como era, quedó desenmascarado al cometer en un sólo día innumerables crímenes y pecados.
Sin embargo, Ormuz sonriendo a Benamar, le dijo; - Virtuoso Benamar, hombre verdaderamente bueno y humilde servidor mío, entra en mi paraíso.
Maitreya, no pudiendo contenerse, exclamó: - Debo estar soñando. ¿Cómo es posible que admitas en tu paraíso a ese criminal?
Entonces Ormuz, dirigiéndose a Benamar, le dijo: - Los crímenes que Maitreya te echa en cara fueron, a pesar tuyo, efecto de ese primer impulso, de ese deseo tan difícil de dominar. Se odia fatalmente lo que molesta, y fatalmente se desea el aniquilamiento de todo cuanto desagrada. La naturaleza es egoísta y el egoísmo es sinónimo de destrucción. El hombre más virtuoso empieza por ser un malvado en el fondo de su corazón, y el poder concedido a un mortal, de realizar en toda ocasión su primer deseo voluntario e impulsivo, despoblaría en muy poco tiempo al mundo. Eso es, Benamar, lo que he querido demostrar por medio de tu ejemplo. Yo juzgo a los hombres con arreglo a su segundo deseo, que es el único que de ellos depende. Sin el don misterioso que te hizo cometer tantos crímenes, habrías seguido haciendo una vida ejemplar. No debo, pues, apreciar en ti la naturaleza, sino tu voluntad, que fue buena, y que se consagró siempre a corregir tu natural y a perfeccionar mi obra. Y por eso, mi querido colaborador, te abro hoy las puertas de mi paraíso.
- En ese caso - dijo Maitreya - ¿qué recompensa me darás a mí?
- La misma que doy a Benamar - contestó Ormuz – aunque no la merezcas por completo. Fuiste un santo, pero no fuiste un hombre. Lograste sofocar en ti el primer impulso, pero si todos los hombres viviesen como tú, la humanidad se aniquilaría antes que si los hombres tuviesen el maravilloso y funesto poder que un día otorgue a mi servidor Benamar.
- Pero... - intentó argüir Maitreya.
- Para que mejor me entiendas, te diré que acojo a Benamar en mi seno porque soy justo, y te acojo a ti, Maitreya, porque soy bueno. Y con esto, he concluido.

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