En su natural afán de búsqueda del Misterio intuido, relacionado con la esencia de su propia naturaleza y de su verdadera finalidad, la humanidad, ha llegado muchas veces a una lamentable confusión entre “secretos y “misterios”.
Numerosas sectas filosóficas, religiosas y de toda especie, dándose perfecta cuenta de que la esencia del Misterio, que posiblemente fuera conocida en alguna época por sus fundadores, ya no lo es para sus dirigentes o miembros, no han sabido pronunciar las palabras que más dignifican al ser humano: “no sé”.
En el vanidoso afán de permanecer en posición de aparente superioridad sobre la masa, quizás ignorante pero, por lo menos sincera en su búsqueda, no ha sabido confesar su propio desconocimiento de las leyes realmente ocultas de la constitución del ser humano, de la vida universal y de las relaciones existentes entre lo visible y lo invisible, entre lo divino y lo humano.
Para disfrazar esta incómoda posición de desconocimiento, han lanzado mano a un recurso consistente en repetir incansablemente, generación tras generación, los mismos lugares comunes de la teoría exotérica, presentándolos con carácter de cosa secreta y trascendental.
Llenas están las librerías y bibliotecas de todo el planeta, de doctrinas y de símbolos, de catecismos y de rituales, de “renovaciones secretas” que son un eterno y renovado comentario de la misma cosa, y que muchos repiten, en palabras, gestos, juramentos, ceremonias y obligaciones varias, con un carácter secreto que no tiene ninguna razón de ser.
El secreto no está en el nombre de la casa editora de la música; no reside tampoco en la lista de las orquestas que ya ejecutaron determinada pieza; tampoco se halla en la identidad de los maestros que dirigieron su ejecución y, ni siquiera, en la identidad del autor que compuso la sinfonía. Hacer secreto de todo ello es “cosa de chiquilines” que no tiene nada más serio en que ocupar su tiempo y el de todos los demás.
El misterio de la sinfonía seguramente reside en lo que inspiró tal música, en el efecto que ella produce y producirá por todos los tiempos a venir en las almas de los oyentes; seguramente entra en la raíz oculta del sonido, de sus combinaciones y de sus lazos con las demás modalidades de vibración de la vida, en todos los planos.
Y, por más que conociéramos la biografía del autor, por más que supiéramos la teoría musical, por más capacitados fuéramos para descubrir la técnica material de su composición; ¿acaso nos habilitaría todo ello para sentir lo que un Beethoven pudo sentir al concebirla, escribirla o ejecutarla?
La diferencia esencial entre el músico, tomado como ejemplo, y nosotros, reside seguramente en “su alma” es la de un genio, de un ser de suma evolución y nosotros apenas podemos captar, muy parcialmente, lo que él pudo recibir, plasmar, traducir y vivificar para generaciones y generaciones.
Así también acontece con el Misterio. Ningún “secreto” convencional y figurativo, ninguna expresión literal de humano lenguaje, oral o escrito, pintado o esculpido, puede “develar” el Misterio. Podrá, a lo sumo, “revelar”, es decir, presentar bajo un velo nuevo, la indescriptible percepción vivida o concebida por el actor, por el que ha vivido el Misterio.
Llegamos en esta forma, a darnos cuenta de que, en este proceso, los seres se encuentran divididos en dos series, que bien podríamos denominar espectadores y actores.
Los que cultivan el “secreto”, no son ni serán jamás sino simple espectadores que comentan, con actitudes inútilmente secretistas, lo que han vivido los actores… y que llegan, a veces con la más sincera buena fe a creer que están actuando. Muñecos que se creen vivos, autómatas que tienen la ilusión de personal existencia y animación.
Agitan sus brazos, pronuncian convencionales frases, ejecutan actos prescriptos…. y dan la impresión de seres que, sin estar enamorados y en la más absoluta soledad, hicieran una declaración de amor (en la mejor de las hipótesis), a una ausente y desconocida amada, cuyo nombre juran… con razón, no revelar…
Es Misterio es, precisamente la Amada que ellos desconocen, y a cuyos pies sólo amor sentido y vivido puede conducirnos.
Por eso cuando alguno se cansa de la inútil representación, al darse cuenta que “otros ya tiene hijos”, nace en ellos el deseo de amar realmente y dejando de lado los pretendidos secretos, fríos e innominados, se dirigen hacia donde sienten el tibio calor de la vida interna.
Empiezan pues a percibir que la Naturaleza, la Vida y la Divinidad, todo lo que en verdad es el Gran Misterio, “tan sólo se revela a sus amantes”, como ya fuera dicho y que el misterioso lazo que puede establecer el contacto no es sino un amor hecho de fidelidad y de desinterés, como todo real amor, pro esa Verdad que es Vida, que es la propia Divinidad en acción.
Pierden ellos, entonces la vanidad de teórico saber, la nimia pretensión de sus convencionales y secretos títulos, la inútil preocupación por callar lo que todo el mundo ya sabía, la vana arrogancia de forzar la puerta de Templo cuyo umbral no es visible sino a la luz del amor y del servicio desinteresado.
Empiezan a comprender la lección de la vida diaria, en la cual, la petulancia, el arrojo, las recomendaciones de terceros, los convencionales o secretos lazos de interés, pueden ayudar a escalar posiciones sociales a profesionales, pero jamás pueden permitir un progreso moral técnico verdadero, ni mucho menos otorgarnos el amor profundo y sincero de una mujer que nos quiera por “lo que somos realmente” y no por lo que poseemos o aparentamos tener.
El MISTERIO, bajo su femenino aspecto de Diosa de la Verdad, es una mujer de suprema belleza, de suprema inteligencia, de suprema justicia, cuyo sentir es tan absolutamente exacto, que solamente por una vibración que tenga real afinidad con ella, podremos obtener la gracia de contemplarla en todo su esplendor. Y, si los Antiguos Templos presentaban este símbolo, poniendo un espejo en la mano de la Diosa, era para mostrar que, como única respuesta toda “declaración” de sus pretendientes, Ella los invitaba a mirarse en el espejo, para que juzgaran por sí mismos si eran dignos de acercarse a Ella y, para que, como primer paso hacia la comprensión de su Divina existencia, procuraran conocerse a sí mismos.
Es por eso que el Martinismo, que en cierta parte de sus simbólicos ritos también presenta el Espejo al aspirante a mayor conocimiento real, desea apartar de la mente de sus discípulos ese apego existente en muchos seres, por estos “secretos de Polichinela” —como dicen, los franceses— que forman la base de arcaicos y materializados ritos de muchas especies, secretos de pura forma convencional, que no constituyen ninguna clave práctica.
Si, de dichas representaciones simbólicas, contenidas en las varias religiones y en algunos ritos filosóficos, o llamados tales, hay algo que se pueda utilizar en la búsqueda del real Misterio, no es, por cierto, el simple enunciado o representación gráfica de tales símbolos, palabras, ceremonias o dogmas. Por más que le repitamos a alguien que la Divinidad es Tri-Una o que le digamos que todo es producto de Sabiduría, Fuerza y Belleza, no le acercaremos con ello a la percepción de la realidad viva de tal hecho. Es, por lo tanto, profundamente inútil pedirle secreto sobra tal enunciado.
Pero, si alguien, en lo íntimo de su corazón, ya sea “orando solo en su habitación”, como decía el divino Esenio, ya sea en la silenciosa meditación o contemplación, recibe la inefable caricia de la Universal Diosa, podéis estar seguro que no develará jamás, ante quienes no tengan el necesario y devocional respeto, la más mínima parte de lo que le haya sido dado vivir en estos instantes.
Pero, así como los hijos de los hombres muestran por su educación y su sentimiento la afanosa ternura de la educación que recibieron de sus Madres, así también los Hijos de la Verdad, de la Luz, del Misterio de la Divina madre, dejarán presentir, con su sola presencia el reflejo de la inefable Bondad y de la inmarcesible Luz que coronan la frente de la Diosa del Misterio que preside a toda vida, porque, toda vida, es hija de su Seno, en el que palpita el ritmo eterno del Amor que crea desde toda Eternidad y por todos los tiempos de ella derivados.
AMÉN.
Fr. Jehel RC