
Uno se siente reconfortado que personas como estas aparezcan como líderes en sus distintos países, que aunque si bien el punto de vista materialista, separatista y utilitario, sigue en boga en gran parte del mundo actual, también es cierto que cada vez más surgen estas voces "públicas", y con ello, espero, las personas se comiencen a dar cuenta del valor que se encuentra en la humanidad, aquella que hoy en día está profundamente agazapada en el alma de cada ser humano.
Este tema también guarda mucha relación con la idea contemplada en el título de este blog, si es que conocer lo asociamos a ideas como tomar nota, saber, observar, etc. y saber a la idea que este autor lo identifica con el verbo comprender. Finalmente podríamos decir "conocer nos debe llevar a saber o comprender"
Que disfruten este escrito.
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¿Por qué estamos donde estamos?
La vida es una interminable secuencia
de bifurcaciones. La decisión que tomo, implica todas las decisiones que no
tomé. La ruta que escojo, es parte de todas las rutas que no escogí. Nuestra vida
es, inevitablemente, una permanente opción entre una infinidad de posibilidades
ontológicas. El hecho de que estuve en un lugar determinado, en un momento muy
preciso, cuando una determinada situación aconteció o una determinada persona
apareció, pudo haber tenido un efecto decisivo para el resto de mi vida. Unos
minutos más temprano o más tarde, o algunos metros más allá o más acá en cualquiera
dirección, podrían bien haber determinado una bifurcación distinta y, por lo
tanto, una vida completamente distinta. Ya lo decía el gran filósofo español
José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi
circunstancia”.
Lo que vale para vidas individuales,
es válido también para comunidades y sociedades. Nuestra así llamada
civilización occidental es el resultado de sus propias bifurcaciones. Somos lo
que somos, pero podríamos haber sido distintos. Revisemos, pues, algunas de
nuestras determinantes bifurcaciones.
En algún momento del siglo XII, en
Italia, un joven llamado Giovanni Bernardone, en verdad muy joven y muy rico,
decidió cambiar radicalmente su vida. Como resultado de su transformación lo
recordamos hoy con otro nombre: Francisco de Asís. Francisco, cuando se refería
al mundo, hablaba del hermano Sol y de la hermana Luna, del hermano lobo y del
fuego, del agua y de los pájaros y de los árboles, también como hermanos. El
mundo que describía y sentía era un mundo en el que el amor no sólo era
posible, sino tenía un sentido universal.
Algún tiempo después, también en
Italia, escuchamos la resonadora voz del brillante y astuto Maquiavelo,
advirtiéndonos que: “Es mucho más seguro
ser temido que amado”. El también describe un mundo; pero no sólo lo
describe, sino que lo crea.
El mundo que tenemos hoy no es el de
Francisco. Es el mundo de Machiavello. Francisco fue la ruta no navegada. La
navegación que escogimos fue la de Machiavello, e inspirados por él hemos
construido nuestras concepciones sociales, políticas y económicas.
En 1487, otro joven muy joven, de
sólo 23 años de edad, Francesco Pico della Mirandola, se prepara para defender
públicamente sus novecientas tesis sobre la concordia entre las diferentes religiones
y filosofías. Él se niega a enclaustrarse dentro de las limitaciones de una
sola doctrina. Convencido de que las verdades son múltiples, y jamás una sola,
aspira a una renovación espiritual que pueda reconciliar a la humanidad.
Algunos años más tarde, creyente
fervoroso de la verdad absoluta y de las posibilidades de la certeza, Francis
Bacon nos invita a torturar a la Naturaleza, para a través de esa tortura
extraerle la verdad.
Dos mundos, una vez más. Uno
representando la ruta que navegamos y el otro la ruta no navegada. No aceptamos
el camino sugerido por Pico della Mirandola. Optamos por aceptar la invitación de
Bacon y, de ese modo, continuamos aplicando su receta con eficiencia y
entusiasmo. Continuamos torturando a la Naturaleza, a fin de extraerle lo que
consideramos ser la verdad.
En el año 1600, Giordano Bruno arde
en la hoguera, víctima de su panteísmo, puesto que pensaba que la tierra es
vida y tiene alma. Todo, para él, son manifestaciones de vida. Todo es vida.
Tres décadas más tarde, murmura
Descartes en sus Reflexiones Metafísicas: “A
través de mi ventana, lo que veo, son sombreros y abrigos que cubren máquinas
automáticas”.
No navegamos la ruta de Giordano
Bruno. Escogimos la de Descartes y, de esa manera, hemos sido testigos del
triunfo del mecanicismo y del reduccionismo. Para Newton y Galileo, el lenguaje
de la Naturaleza es la matemática. Nada es importante en la ciencia que no
pueda ser medido. Nosotros y la Naturaleza, observador y lo observado, como
entidades separadas. La ciencia es la suprema manifestación de la razón, y la
razón es el atributo supremo del ser humano.
Goethe, cuyas contribuciones
científicas fueron injustamente opacadas por mucho tiempo, quizás por ser
demasiado heterodoxas para su época, o porque parecía absurdo e inaceptable que
un poeta pudiera incursionar en la ciencia, se sentía incómodo con lo que
consideraba como limitaciones de la física newtoniana. Para Goethe: “La ciencia es tanto una ruta interior de
desarrollo espiritual, como una disciplina destinada a acumular conocimiento
sobre el mundo físico. Implica no sólo la preparación rigurosa de nuestras
facultades de observación y reflexión, sino además de otras facultades humanas
que puedan sintonizarnos con la dimensión espiritual que subyace e interpenetra
lo físico: facultados como sentimiento, imaginación e intuición”[1].
La ciencia, como Goethe la concebía y
practicaba, tiene como propósito supremo la excitación de nuestra capacidad de
asombro a través de un mirar contemplativo (Anschauung), en que el científico
llega a ver a Dios en la Naturaleza, y la Naturaleza en Dios.
Otra vez dos mundos. Otra
bifurcación. Fascinados aún por sobrecogedor brillo de Newton y Galileo, hemos
escogido no navegar la ruta de la ciencia goetheana. Sentimiento, intuición, conciencia
(consciousness, Bewustsein) y espiritualidad siguen exiliados del reino de la
ciencia, a pesar del surgimiento de puertas que, para ellas, se abren desde la
física cuántica. La enseñanza de la economía convencional que, por increíble
que suene, se considera ciencia libre de valores (value free science) es un
caso conspicuo. Una disciplina en la que la matemática se ha convertido en un
fin en sí misma en vez de herramienta, y que desprecia como carente de valor
todo lo que no puede ser medido, ha generado modelos e interpretaciones
teóricamente atractivas, pero totalmente desvinculadas de la realidad.
Johannes Brahms compuso dos
conciertos para piano y orquesta. Al margen de cuál de los dos pueda gustarle
más a uno, la fascinación está en el primero. De hecho, se trata de una
espléndida exposición de la ruta que Brahms finalmente decidió no navegar. Nos
hemos quedado para siempre con la gran curiosidad de cómo habría sido el otro
Brahms.
La cosa es así. Una ruta no navegada,
recordada sólo por ratones de biblioteca, y una ruta navegada a la que le
atribuimos logros y éxitos espectaculares. La Universidad en particular, ha escogido
las rutas de Maquiavelo, Bacon, Descartes, Galileo y Newton. En lo que respecta
a Francisco, Pico, Giordano, y Goethe (el científico) han quedado como notas a
pie de página de la historia.
Como resultado de la ruta navegada,
hemos logrado construir un mundo en el que –como lo sugiere el filósofo catalán
Jordi Pigem[2]
– las virtudes cristianas tales como: Fe, Esperanza y Caridad, se manifiestan
hoy en día metamorfoseadas como: esquizofrenia, depresión y narcisismo. Nuestra
navegación, sin duda, ha sido fascinante y espectacular. Hay mucho en ella
digno de la mayor admiración. Sin embargo, si la esquizofrenia, la depresión y
el narcisismo son ahora el espejo de nuestra realidad existencial, es porque
súbitamente nos descubrimos en un mundo de confusión. En un mundo de desencanto,
donde el progreso se hace paradójico y absurdo, y la realidad se hace tan
incomprensible que buscamos desesperado escape en tecnologías que nos ofrecen
acceso a realidades virtuales.
¿Adónde hemos llegado?
Hemos alcanzado un punto en nuestra
evolución humana, caracterizado por el hecho de que sabemos mucho, pero
comprendemos poco. Nuestra escogida navegación ha sido pilotada por la razón, y
nos ha llevado al puerto del saber.
Como tal ha sido una navegación
asombrosamente exitosa. Jamás, en toda nuestra existencia, hemos acumulado más
conocimiento (saber) que durante los últimos cien años. Estamos celebrando la
apoteosis de la razón. Sin embargo, en medio de tan espléndida celebración,
súbitamente nos asalta la sensación de que algo falta. Así es; podemos alcanzar
conocimiento (saber) sobre casi cualquier asunto que nos interese. Podemos, por
ejemplo, guiados por nuestro admirado método científico, estudiar todo lo que
existe, desde visiones teológicas, antropológicas, sociológicas, psicológicas e
incluso bioquímicas, sobre un fenómeno humano llamado amor. El resultado será
que sabremos todo lo que se puede saber sobre el amor. Pero una vez satisfecho nuestro
conocimiento, tarde o temprano descubriremos que jamás podremos comprender el amor,
a menos que nos enamoremos. Tomaremos conciencia de que el conocimiento no es
la ruta que lleva al comprender, puesto que el comprender está en otra ribera,
y precisa, por lo tanto, de otra navegación. Descubriremos, entonces, que sólo
podemos pretender comprender aquello de lo cual nos hacemos parte. Que el
comprender es el resultado de la integración, mientras que el saber ha sido el
resultado de la separación. Que el comprender es holístico, mientras que el
saber es fragmentado.
Finalmente hemos alcanzado el punto
en que estamos tomando conciencia de que el conocimiento (saber) no es
suficiente y que, por lo tanto, debemos aprender a comprender, a fin de alcanzar
la completitud de nuestro ser. Es probable que estemos comenzando a darnos
cuenta de que el saber sin comprender es hueco, y que el comprender sin saber
es incompleto. Precisamos, por lo tanto, emprender, por fin, la navegación
hasta aquí pospuesta. Pero para poder iniciarla, debemos enfrentar el desafío
de un cambio de lenguaje.
Sostenía el ya mencionado José Ortega
y Gasset, que “cada generación tiene su
tema”. A ello podemos agregar que, además, cada generación o período
histórico está dominado, o cae bajo el hechizo de un lenguaje. No hay nada de
malo en ello, siempre y cuando el lenguaje dominante de un determinado período
resulte coherente con los desafíos de ese período. Lo importante de tenerse en
cuenta es que el lenguaje influye nuestras percepciones y, por lo tanto, moldea
nuestras acciones. Recorramos algunos ejemplos.
Durante los primeros tres siglos del
segundo milenio de la civilización occidental, el lenguaje dominante tenía un
contenido teleológico, en el sentido de que las acciones humanas debían justificarse
en nombre de un llamado superior que estaba más allá de las necesidades de la cotidianeidad.
Ello hizo posible la construcción de las grandes catedrales y de los
espléndidos monasterios, donde el tiempo era un factor irrelevante. ¿Que la
construcción de esta o aquella catedral iba a demorar quinientos años? ¡Y qué
importa! Nadie estaba apurado. Después de todo se trataba de construir para la
eternidad, y la eternidad no es tiempo infinito sino atemporalidad. Habría que
alegrarse de que en esos tiempos el lenguaje de la eficiencia económica aún no
se había inventado. La trascendencia estaba en el acto y no en el tiempo
requerido para realizarlo. A diferencia de nuestra época eficientista en que el
mérito radica en hacer lo más posible en el menor tiempo posible; el mérito de
entonces radicaba en hacer lo mejor posible en el tiempo que fuera necesario.
Se trataba, pues, de un lenguaje coherente con los desafíos de sus tiempos.
Algo que me permite afirmar, por escandaloso que pudiera sonar hoy en día, que
la inmensa mayoría de las obras inmortales creadas por la humanidad han sido
producto de la lentitud y de la ineficiencia.
El lenguaje dominante del siglo XIX
fue básicamente el relacionado con la consolidación del estado-nación. Los
grandes discursos de líderes políticos como Disraeli, Gladstone y Bismarck son
ejemplos pertinentes. Sin adentrarnos en detalles, cabe aseverar que el
lenguaje dominante de aquella época fue coherente con los desafíos que esa
misma época planteaba. De hecho fue el siglo XIX en el que se consolidó el
estado-nación.
Es recién en el siglo XX que el
lenguaje dominante es el económico; especialmente después de la Segunda Guerra
Mundial. Una rápida revisión nos revela aspectos interesantes. A fines de la década
de los veinte, y comienzos de los treinta, época de la así llamada gran depresión
mundial, emerge la economía keynesiana. El lenguaje keynesiano es, en parte,
producto de la crisis, con capacidad de interpretarla y superarla. De hecho
fueron los planteamientos de Keynes que el Presidente Roosevelt favoreció para
superar la crisis en Estados Unidos. Podemos afirmar que se trataba, una vez
más, de un lenguaje coherente con el desafío de su momento histórico.
El siguiente cambio, en este caso de
sub-lenguaje, ocurre en los cincuenta y sesenta, con el surgimiento del
lenguaje desarrollista. Se trataba de un lenguaje optimista, utópico e incluso
alegre. Los economistas que escribían en esos días, sentían que finalmente
estaban claros los mecanismos para superar el subdesarrollo y la pobreza. Todos
sentíamos, a pesar de los obstáculos provenientes de los poderes fácticos, que
estaba claro lo que había que hacer. Y eso provocaba una especie de romántica
euforia. No viene al caso aquí enumerar las recetas. Sin embargo, lo que cabe
destacar es que aún cuando las metas que creíamos alcanzables no se alcanzaron,
se dieron importantes cambios sociales y transformaciones positivas, especialmente
en América Latina, durante ese período. Se trata, por lo tanto, de un lenguaje
al menos parcialmente coherente con los desafíos de los tiempos.
Y finalmente alcanzamos las últimas
tres décadas del siglo XX, con la emergencia del lenguaje neoliberal. Lenguaje
y modelo que se han impuesto y conquistado el mundo entero. Lenguaje y modelo
de contenido pseudo-religioso por su simplismo y dogmatismo, que asegura el bienestar
para todos quienes respeten y se atengan a su catecismo. Lenguaje y modelo que
ha dominado, y sigue dominando, un período en el que la pobreza a niveles globales
se ha incrementado dramáticamente; la carga de la deuda ha aniquilado a muchas
economías nacionales, generando una brutal sobreexplotación tanto de personas
como de recursos naturales; la destrucción de ecosistemas y de la biodiversidad
han alcanzado niveles desconocidos en la historia de la humanidad; y una
acumulación de riqueza financiera en cada vez menos manos, que ha alcanzado
obscenas proporciones. Los desastrosos efectos de este lenguaje, por primera
vez absolutamente incoherente con los desafíos de su época, son claros y
visibles para quien quiera mirar y ver. No obstante, quienes sustentan el poder
y manejan las grandes decisiones, prefieren mirar hacia el otro lado y
continuar aferrados a esta pseudo-religiosa mezcolanza.
Desde aquí, ¿hacia dónde?
Hemos logrado ser seres exitosos,
pero incompletos. Es muy probable que sea precisamente esa incompletitud la
responsable de las desazones y ansiedades que alteran nuestra existencia cotidiana
en el mundo de hoy. Quizás ha llegado el momento de hacer una pausa y
reflexionar.
Tenemos ahora la oportunidad de
analizar con acabada honestidad, el mapa de nuestra navegación, con todos sus
logros y azares, con todas sus glorias y tragedias. Completado lo cual, podría resultar
apropiado desenterrar el mapa alternativo de la ruta que optamos por no
navegar, y buscar allí orientaciones pertinentes capaces de rescatarnos de
nuestra confusión existencial.
Quizás tendría sentido que
comenzáramos a ver hermanos y hermanas a nuestro rededor. Quizás sería positivo
intentar creer en las posibilidades de armonía entre distintas verdades. Quizás
nos beneficiaría atrevernos a creer que la tierra sí tiene alma y que todo es vida.
Quizás sería bueno aceptar que no hay razón alguna para desterrar la intuición,
la espiritualidad y la conciencia del reino de la ciencia. O, para decirlo con
las palabras de Goethe: “Si buscamos
solaz en el todo, debemos aprender a descubrir el todo en la parte más pequeña,
porque nada es más consonante con la Naturaleza que el hecho de que pone en
operación en el detalle más pequeño aquello que pretende como un todo”.[3]
Nuestra apasionada búsqueda del
saber, ha postergado nuestra navegación hacia el comprender. Nada debiera
impedir ahora la iniciativa de esa navegación, si no fuera por una economía que,
practicada bajo el embrujo del lenguaje neoliberal, contribuye a acrecentar
nuestra confusión y a falsificar el propio saber.
Ninguna sustentabilidad (que por
cierto requiere del comprender) acabará por lograrse sin un profundo cambio de
lenguaje. Un nuevo lenguaje que abra las puertas del comprender; ello es, no un
lenguaje de poder y de dominación, sino un lenguaje que emerja desde lo más
profundo de nuestro auto-descubrimiento como partes inseparables de un todo que
es la cuna del milagro de la vida. De lograr provocar dicho cambio, quizás
alcancemos a experimentar la satisfacción de haber generado un siglo en el que
valga la pena vivir.
Cabe la esperanza de una navegación
hacia aquella ribera que nos convierta en seres completos, capaces de comprender
la completitud de la vida.
M. Max-Neef
[1] Jeremy Naydler, “Goethe on
Science”, pg.23. Floris Books, Inglaterra, 2000. Traducción del autor.
[2]
Jordi Pigem, “La Odisea de Occidente: Modernidad y Ecosofía”, Editorial Kairós,
Barcelona, 1993.
[3]
Mencionado por Jeremy Naydler, en “Goethe on Science”, pgs. 92-93, Floris Books,
Inglaterra, 2000.
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